De chiquita nomás ya adoraba los libros.
Los libros como historias, los libros como viajes, los libros como prácticos compilados de olores y colores, los libros como hermosos y acumulables objetos.
Padres, tías, abuelas, amigos, colaboraron para engordar y enriquecer mi biblioteca. Yo devoraba los textos, saboreaba sus ilustraciones, y en algún momento comencé a decir que cuando fuera grande quería "dibujar libros".
En un cuaderno naranja, de tapa dura, escribía cuentos, los ilustraba (aunque esa palabra la aprendí mucho después), numeraba prolijamente las páginas, y anotaba los títulos en un índice que crecía en la última hoja.
Algún día elegí uno y lo copié en unas pequeñísimas páginas que recorté con mis tijeritas, y volví a ilustrar con mis fibras de colores y diminutos recortes de papeles de envolver. Las doblé, y abroché, junto con una tapita de cartulina que diseñé como si fuera parte de una colección, imitando cada detalle de los libros que conocía.
Algún otro día elegí otro cuento, y otro, y otro más... Todos con cubiertas de diferentes colores, pero del mismo tamañito, con el mismo diseño (otra palabra que tardó en aparecer en mi vida), y pertenecientes a la misma colección.
Quería dibujar libros...
Todavía no entiendo porqué en algún momento me olvidé.
O pensé que era algo de ciencia ficción, como mis compañeritos de la escuela que querían ser astronautas o trabajar en televisión (supongo que tampoco creía que eso fuera posible!)
Me olvidé y tardé como veinte años en recordarlo.
Un día, como si fuera una novedad, descubrí que quería ilustrar. Poco después, sorprendida, me acordé de esa nena que quería dibujar libros.
Y la fui a buscar...
La encontré dormida, y un poco confundida. Todavía nos refregamos los ojos, mientras nos desperezamos sentadas en el borde de la cama. Todavía nos estamos (re)conociendo y haciendo amigas. Pero ahora las dos sabemos a dónde vamos..., y aunque nos demoramos, sabemos que podemos llegar a tiempo.